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martes, 27 de diciembre de 2016

Tecnología forense al sercicio de un mamut

Un grupo de investigadores desvelan cómo el proboscídeo llegó a una región poco común. También explican desconcertante aparición de herramientas humanas cerca de los restos.

En una mañana de invierno de 2011, el pueblo de Santa Ana Tlacotenco —en la delegación Milpa Alta, Ciudad de México— despertó con la noticia de que uno de sus vecinos, el señor Hermilo Arellano Flores, impactó sus aperos de labranza contra el molar de un mamut. Este hecho convocó a expertos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), y planteó una serie de incógnitas debido a las condiciones únicas en que se dio el hallazgo. “La pieza dental, aún adherida a la mandíbula, fue el primer indicio de que bajo tierra encontraríamos el 75 por ciento de los restos de un Mammuthus columbi. Uno de los aspectos más intrigantes fue el sitio de aparición, pues hasta entonces no había evidencia de que estos proboscídeos vagaran tan al sur de la Cuenca de México y menos a esa altura (dos mil 800 metros sobre el nivel del mar)”, expuso Agustín Ortiz Butrón, del Instituto de Investigaciones Antropológicas (IIA) de la UNAM.

Otra peculiaridad era que, a diferencia de casi todos los fósiles, éste no se preservó tras ser cubierto por sedimentos lacustres, sino al ser sepultado por ceniza volcánica, lo que por un lado propició que los huesos se fragilizaran —el material sustituyó al tejido esponjoso al interior del hueso—y, por el otro dio pie a hipótesis sobre cómo falleció este animal y qué hacía en las cumbres de una serranía.

TÉCNICAS ARQUEOLÓGICAS.

Aunque el descubrimiento se dio a finales de 2011, los encargados de rescatar la osamenta —Luis Barba Pingarrón y Ortiz Butrón, por parte del IIA, y Joaquín Arroyo Cabrales, del INAH— dedicaron el 2012 a realizar trámites ante el Consejo de Arqueología y la delegación Milpa Alta para obtener las autorizaciones necesarias. Hasta 2013 comenzaron a estudiar la zona con métodos geofísicos para determinar si había un ejemplar completo bajo la superficie o sólo su mandíbula y molares. “Con excepción del doctor Arroyo, nosotros no habíamos emprendido una empresa paleontológica y menos con megafauna, sino arqueológicas en sitios como Teotihuacán o el Tajín. Por ello, echamos mano de experiencias previas y adaptamos recursos de nuestra disciplina y de las ciencias de la Tierra para sacar estos huesos a la luz”, expuso Ortiz Butrón. Para los académicos, el replantear paradigmas los llevó —junto con el geofísico Jorge Blancas— a emplear técnicas de radar, magnéticas y eléctricas.

“Aplicamos dichos métodos a fin de “transparentar” el suelo y determinar dónde enfocarnos en vez de excavar al azar, como suele hacerse si algún hallazgo fortuito así lo determina”. Así, en una parcela de cultivo de 20 por 16 metros y una profundidad que iba de los 30 a los 150 centímetros —puesto que estaba enclavada en una pendiente— se delimitó una sección de cinco por cinco, donde una cuadrilla comandada por Ortiz Butrón y Arroyo Cabrales comenzó a retirar la osamenta: primero el cráneo y las defensas (“mal llamados colmillos, pues no se trata de dientes caninos, sino de incisivos”), luego las patas delanteras y costillas, y al final los cuartos traseros. “La excavación demoró casi tres meses. Como el mamut fue cubierto con cenizas, éstas nos dejaron una arenisca fácil de barrer, pero también hicieron que estos vestigios óseos se tornaran quebradizos y, sobre todo, que nos preguntáramos ¿cómo falleció este animal y por qué aquí, en lo alto de un cerro y en el fondo de una cañada?”.

MISTERIO RESUELTO

Como si fueran piezas de un rompecabezas, los científicos hallaron los restos del Mammuthus columbi en circunstancias que sugerían muchas preguntas, puesto que estaban más al sur y a mayor altura que cualquier otro mamut en la Cuenca de México, aparecieron envueltos por material volcánico, había herramientas de obsidiana y basalto a su lado y algunas costillas exhibían cortes de pedernal. “Gran parte de las respuestas las aportó nuestro equipo multidisciplinario, pues en esta labor nos apoyaron desde vulcanólogos y biólogos hasta químicos y geofísicos, quienes, desde sus disciplinas, ampliaron nuestra visión del asunto”, dijo Ortiz Butrón. Así establecimos que esta osamenta perteneció a un macho de 40 años —estos seres de cinco metros de altura y 10 toneladas vivían casi nueve décadas— y mediante análisis realizados en distintos laboratorios despejamos una incógnita: qué hacía este animal en lo alto de lo que hoy es la sierra del Chichinautzin, si las manadas de estas criaturas preferían estar en las márgenes del Lago de Texcoco. “El doctor Arroyo nos explicó que los mamuts (como los elefantes) eran gregarios, matriarcales y desterraban a los individuos masculinos que alcanzaban la madurez. Por ello nuestro ejemplar vagaba en solitario por los bosques del Pleistoceno, subsistiendo de malezas y pinos (como revelaron los estudios de polen e isótopos de estroncio). De hecho, tras examinar su dieta, supimos que este proboscídeo en particular deambulaba en un radio de 150 kilómetros respecto a donde lo hallamos (Puebla está a 132 km del sitio, para darnos una idea de cuánto caminaba); esto fue revelador en cuanto a sus hábitos”. Una vez determinado qué hacía en lo alto de un cerro, restaba saber cómo las cenizas se relacionaban con su muerte. “Lo más fácil era suponer que merodeaba por el sitio cuando se vio en medio de una erupción; sin embargo, el equipo de vulcanólogos del doctor Claus Siebe nos ayudaron a ver las fallas de esta suposición”. Los restos de cada eyección son como una huella digital, pues incluso las originadas en la misma zona no son iguales: cada una tiene una edad y formación distintas. Al examinar la capa donde yacía el mamut, se determinó que ésta provenía del volcán San Miguel y no del Popocatépetl, como se creyó inicialmente, y que el animal no pereció al verse atrapado por una explosión, ya que las cenizas que lo cubrían no eran primarias sino de arrastre, es decir, llegaron ahí por un alud. “Al revisar los huesos observamos una fractura en una pata delantera; ello fue clave para deducir qué pasó. Así supimos que el animal se precipitó en una depresión a la orilla de una cañada, se rompió una extremidad, murió y luego fue cubierto por un flujo de ceniza y agua proveniente de la parte alta del volcán San Miguel (a 800 metros por encima del enclave). El estudio de los sedimentos que rodearon a la criatura demostró que ésta fue sepultada casi de inmediato tras fallecer, pues descompuso dentro de esa matriz, como demuestra el hecho que el enriquecimiento de fosfatos, proteínas y ácidos grasos se haya mantenido en la zona del hallazgo por miles de años. Los análisis de fechamiento del suelo y de la dentina de un molar determinaron que este mamut pereció hace 19 mil años; ello planteó una pregunta desconcertante: ¿qué hacían ahí herramientas humanas y por qué algunas costillas tenían cortes de pedernal si el hombre llegó a la Cuenca de México hace apenas 13 mil años? Pese a lo inquietante de esta incógnita, los universitarios se detuvieron a analizar la historia del sitio y hallaron su respuesta: como hace 20 milenios la sierra del Chichinautzin estaba en formación, la zona registraba erupciones, movimientos de suelo y escurrimientos frecuentes, lo que desenterró parte del mamut. Así, cualquier grupo de humanos que pasara por ahí bien puedo aprovecharlos huesos recién al descubierto para construir herramientas; ello explica las huellas de corte y que dejaran ahí parte de sus implementos. “Como se puede ver, no fuimos los primeros en descubrir a este animal, se nos adelantaron hace miles de años, pero a partir de estas evidencias sí podemos decir que somos los primeros en esclarecer qué pasó con este animal y en qué circunstancias se dio su muerte”.

UNA ESTRELLA LOCAL

Uno de los aspectos que más llamó la atención de Ortiz Butrón fue lo popular que se hizo este fósil en Santa Ana Tlacotenco, al punto que la gente del pueblo mandó a estampar camisetas con imágenes de mamuts, comenzó a discutir la posibilidad de erigir un museo de sitio y muchos iban, casi a diario, a ver cómo avanzaba la excavación. “Al día recibíamos hasta 200 curiosos y no sólo vecinos del lugar, sino personas de otros estados y a estudiantes de kínder a universidad. Esta experiencia nos hizo aprender algo de pedagogía, pues nos obligó a explicar nuestro trabajo a gente de todas las edades. A veces nos preguntamos si alguno de los niños con los que charlamos se interesará por la paleontología o la arqueología, sólo el tiempo lo dirá”. Para Ortiz Butrón fue una satisfacción constatar que las técnicas geofísicas empleadas recurrentemente en la arqueología son útiles al ser aplicadas a escalas mayores de tiempo, pues sirven perfectamente para la paleontología. “Eso, junto con la experiencia de conjuntar un equipo interdisciplinario —que derivó en la publicación de un libro sobre el mamut y su contexto—, fue nuestro principal logro”.

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